A todas las cosas se dirigía con el nombre de
“hermano o hermana”, porque en todas las criaturas veía un reflejo de la
sabiduría y de la bondad de Dios.
Él sufría intensamente al ver talar árboles o
cortar flores. Y cuando era necesario, encarecía a los frailes cortaran de tal
modo las plantas que pudieran volver a germinar en la primavera. Era su vivo
deseo que un rincón de la huerta quedase en barbecho, para que crecieran
libremente flores y hierbas silvestres.
Reservaba delicadas atenciones a los
animales. Se lo vio inclinarse a tierra, recoger los gusanillos de en medio
del camino y colocarlos donde no corrían peligro de ser pisoteados. Para que
las abejas, en invierno, no murieran de hambre, ponía vino y miel junto a las
colmenas.
Entre los animales tenia
predilección por los corderitos. Los acariciaba tiernamente, pensando, en la
mansedumbre de Jesús, el que, como cordero, fue sacrificado por nuestra
salvación.
Las avecillas amaban a Francisco
y le obedecián como niños buenos. A veces las invitaba a unirse a él para
alabar al Señor.
Los pájaros parecían comprender
cuanto Francisco les decía. Mientras hablaba, ellos sacudían las alas y la
cola, inclinaban las cabezas, abrían o cerraban los graciosos piquitos, como si
aprobaran esas santas palabras. A veces, el Santo se detenía en medio del monte
o en los caminos solitarios, para escuchar el sugestivo concierto de las aves.
Desde niño, él sabía distinguirlas por el color de las plumas y por el canto.
En Gubbio, un lobo feroz esparcía
terror en la ciudad, de día y de noche destrozaba ovejas, asaltaba pastores y
transeúntes. Ni los cazadores más hábiles habían podido matarle o rechazarle
hacia las montañas.
Cuando Francisco llegó a Gubbio,
los habitantes, con lágrimas le suplicaron que les librara de esa calamidad.
Se puso en búsqueda del lobo de los montes, entre las gargantas de las
montañas, en los despeñaderos. De lejos, lo vio finalmente en un viñedo.
—Ven, ven a mí, hermano lobo. Tú
no eres malo… lo sé. Es el hambre que te ha empujado a molestar a los
habitantes de esta ciudad. ¡No tengas miedo, ven!
El lobo miró a su contorno,
husmeó el aire con amplio movimiento de su hocico. Luego lentamente se dirigió
hacia el Santo y se agazapó a sus pies: Francisco se inclinó le acarició la
cabeza y comenzó a hablarle: Hermano lobo, no debes hacer llorar más a los
niños, a las madres, a los pastores de Gubbio. Si acabas con tus estragos,
todos los días se te dará de comer y beber. Te lo prometo en nombre de todos
los habitantes. Es un pacto que todos celebramos contigo. ¿Lo aceptas, hermano
lobo?
La bestia feroz, terror de la
región, cerró los ojos, bajó el hocico… luego lo levantó de repente y tendió
la pata a Francisco. ¡Era el “sí” de su alianza!
Desde entonces, el lobo vivió
dentro de los muros de la ciudad. Las familias, por turno, le daban de comer en
el umbral de la casa. El feroz animal se hacía querer por todos. Hasta los
niños le acariciaban el lomo como si fuera un amigo.


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