domingo, 22 de diciembre de 2013

EL SANTO DE LA FRATERNIDAD UNIVERSAL

 A todas las cosas se dirigía con el nombre de “hermano o hermana”, porque en todas las criaturas veía un reflejo de la sabiduría y de la bondad de Dios.

 Él sufría intensamente al ver talar árboles o cortar flores. Y cuando era necesario, encarecía a los frailes cortaran de tal modo las plantas que pudieran volver a germinar en la primavera. Era su vivo deseo que un rincón de la huerta queda­se en barbecho, para que crecieran libremente flores y hierbas silvestres.

 Reservaba delicadas atenciones a los anima­les. Se lo vio inclinarse a tierra, recoger los gusa­nillos de en medio del camino y colocarlos donde no corrían peligro de ser pisoteados. Para que las abejas, en invierno, no murieran de hambre, ponía vino y miel junto a las colmenas.

Entre los animales tenia predilección por los corderitos. Los acariciaba tiernamente, pensando, en la mansedumbre de Jesús, el que, como corde­ro, fue sacrificado por nuestra salvación.

Las avecillas amaban a Francisco y le obede­cián como niños buenos. A veces las invitaba a unirse a él para alabar al Señor.

Los pájaros parecían comprender cuanto Francisco les decía. Mientras hablaba, ellos sacu­dían las alas y la cola, inclinaban las cabezas, abrían o cerraban los graciosos piquitos, como si aprobaran esas santas palabras. A veces, el Santo se detenía en medio del monte o en los caminos solitarios, para escuchar el sugestivo concierto de las aves. Desde niño, él sabía distinguirlas por el color de las plumas y por el canto.

En Gubbio, un lobo feroz esparcía terror en la ciudad, de día y de noche destrozaba ovejas, asaltaba pastores y transeúntes. Ni los cazadores más hábiles habían podido matarle o rechazarle hacia las montañas.

Cuando Francisco llegó a Gubbio, los habi­tantes, con lágrimas le suplicaron que les librara de esa calamidad. Se puso en búsqueda del lobo de los montes, entre las gargantas de las montañas, en los despeñaderos. De lejos, lo vio final­mente en un viñedo.

—Ven, ven a mí, hermano lobo. Tú no eres malo… lo sé. Es el hambre que te ha empujado a molestar a los habitantes de esta ciudad. ¡No tengas miedo, ven!


El lobo miró a su contorno, husmeó el aire con amplio movimiento de su hocico. Luego lentamente se dirigió hacia el Santo y se agazapó a sus pies: Francisco se inclinó le acarició la cabeza y comenzó a hablarle: Hermano lobo, no debes hacer llorar más a los niños, a las madres, a los pastores de Gub­bio. Si acabas con tus estragos, todos los días se te dará de comer y beber. Te lo prometo en nom­bre de todos los habitantes. Es un pacto que todos celebramos contigo. ¿Lo aceptas, hermano lobo?

La bestia feroz, terror de la región, cerró los ojos, bajó el hocico… luego lo levantó de repen­te y tendió la pata a Francisco. ¡Era el “sí” de su alianza!


Desde entonces, el lobo vivió dentro de los muros de la ciudad. Las familias, por turno, le daban de comer en el umbral de la casa. El feroz animal se hacía querer por todos. Hasta los niños le acariciaban el lomo como si fuera un amigo.

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